Las Meninas de Velázquez

Contexto

Felipe IV (1605-1665) fue rey de España (1621–65) y Portugal (1621–40), durante la disminución del poder mundial español. Fue mecenas de las artes, especialmente de Velázquez, y poeta por derecho propio. 

El valído de Felipe durante las dos primeras décadas de su reinado fue el Conde-Duque de Olivares, que estaba decidido a restaurar el poder de España en Europa. Se alió con la dinastía de los Habsburgo y, financiado en parte por el imperio en Sudamerica, volvió a entablar batalla contra los holandeses en 1621, después de una tregua de doce años. España venció a los holandeses en la batalla de Breda (1626), pero los holandeses contraatacaron capturando toda la flota de plata de Nueva España en 1628. España derrotó a los suecos y a los wemarianos en Nördlingen (1634). Sin embargo, Francia declaró la guerra a España en 1635. La administración financiera de Olivares llevó a la banquerota y sus intentos de conseguir que las provincias financiaran las guerras dieron lugar a las rebeliones de Cataluña y Portugal. Este último obtuvo la independencia en 1640.

Felipe despidió a Olivares en 1643 y retuvo un nuevo valído hasta 1661. Después de eso, el rey dependió de una consejera política y espiritual llamada María de Ágreda, una monja. Al final de su reinado, España se había visto debilitada por las adversidades militares, políticas y económicas y ya no mantenía su hegemonía anterior.

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660) nació en Sevilla y ascendió al puesto de pintor de corte durante el Siglo de Oro español. Era un Caballero de la Orden de Santiago cuya insignia de espada con cruz roja se le ve luciendo en Las Meninas (1656).

Fue el Conde-Duque Olivares quien introdujo al pintor en la corte y allí se estableció para el resto de su vida.

Velázquez viajó a Italia en dos ocasiones y sus técnicas pictóricas evolucionaron en torno a estas visitas. Sus primeras obras fueron pintadas sobre un lienzo imprimado con una base de color marrón rojizo. Utilizaba pigmentos similares a los de sus contemporáneos: azurita, bermellón, amarillo plomo-estaño, ocres y laca roja.

En su primer viaje a Italia empezó a utilizar fondos de color gris claro y continuó con estos durante el resto de su vida. Esto añadió brillo a sus obras de arte y les dio una fría apariencia plateada. 

En 1650, en su segundo viaje a Italia, Velázquez recibió el encargo de pintar el retrato del Papa Inocencio X. El efecto dramático de la pintura se debe al uso predominante de dos colores, rojo y blanco, que se oscurecen o aclaran para mostrar pliegues en la ropa del Papa:


Es un retrato muy realista y reconocido por el Papa como fiel a su estilo. Contrasta con los retratos más suaves predominantes en la época e incorpora el estilo tenebrista barroco contemporáneo.

Comentario sobre Las Meninas


En la penumbra de la cámara del Palacio Real hay una variedad de personajes. En el lado izquierdo de la obra de arte se ve la selfie de Velázquez, parte del tema que está ocupado capturando en un enorme lienzo frente a él. Está pintando un cuadro dentro de un cuadro. En primer plano, mirando más allá de su retrato, aparece Margarita Teresa, hija del rey Felipe IV, acompañada de las asistentes, las meninas, que dan título a la composición: Isabel, de pie a la izquierda de la princesa, dispuesta a hacer una reverencia. María Agustina está arrodillada ante ella y le ofrece algo de beber en una bandeja.

A la derecha, un mastín yace bajo los pies del enano italiano Nicolasito Pertusato, y otra enana, la alemana María Barbola, parece mirar al espectador a los ojos. Detrás de los enanos, la acompañante de la princesa, Marcela de Ulloa, vestida de luto, habla reservadamente a un guardaespaldas.

El chambelán de la reina, José Nieto, mira hacia atrás desde una puerta hacia la que la mirada del espectador se dirige deliberadamente a través de las líneas de perspectiva del cuadro. Se convierte en una pieza central del lienzo cuando, de hecho, está saliendo de la escena.

Margarita Teresa mira una pareja reflejada en el espejo del fondo de la sala: las figuras de sus padres, el rey Felipe IV y la reina Mariana de Austria. El brillo de las figuras reales en el fantasmal espejo de cristal anima al espectador a indagar más allá de los reflejos.

Se trata de una escena de espejos e imágenes, posiblemente influida por el enigmático Retrato de Arnolfini de Jan Van Eyck , pintado en 1434, que colgaba en el palacio de Felipe IV, y que muy probablemente fue visto por Velázquez:


En la instantánea del tiempo de Velázquez, donde sombras, espejos, miradas, salidas y confidencias se acumulan para intrigar al espectador, una pequeña vasija de barro rojo está casi escondida en el centro del lienzo:


Una de las meninas ofrece la modesta jarra roja a la princesa en bandeja de plata. Es un búcaro traído a España desde el Nuevo Mundo por los exploradores españoles. Proviene de Guadalajara, México. Allí se horneaban unas especias nativas hasta convertirlas en arcilla para dar sabor a cualquier líquido que contenía.

Además de perfumar el agua el búcaro se utilizaba para otro propósito sorprendente. Había una moda entre las jóvenes aristocráticas españolas del siglo XVII de mordisquear poco a poco los bordes de los búcaros hasta comérselos enteros. La química de la arcilla aclaraba gradualmente la piel de la devoradora de manera bastante dramática hasta que aparecía fantasmal. La piel clara se había establecido como un signo de belleza en toda Europa. También era prueba de riqueza en zonas soleadas porque demostraba que la persona no realizaba trabajos manuales en el exterior. En el cuadro de Velázquez, por ejemplo, se nota que es la princesa Margarita que tiene el color más fantasmal, subrayado por su vestido blanco. De hecho, el búcaro rojo representa el otro mundo, en más de un sentido.

La ingestión de arcilla importada tenía sus efectos secundarios. Provocaba un peligroso agotamiento de los glóbulos rojos y podía paralizar los músculos y destruir el hígado. Las alucinaciones fueron otra posible consecuencia, como el efecto narcótico descrito por la pintora y mística contemporánea, Estefanía de la Encarnación. En su autobiografía registra que después de comer búcaros durante más de un año comenzó a tener visiones en las que podía “ver a Dios más claramente".

La fantasmal y pálida Infanta del cuadro tiene su mano sobre el búcaro rojo como si estuviera a punto de beberlo o mordisquearlo y, como sus zapatos no son visibles, parece levitar de manera bastante espeluznante, debido a la sombra del suelo alrededor de su vestido. Las imágenes reflejadas del rey y la reina, colocadas directamente sobre el búcaro, parecen espíritus de otra dimensión. El pincel de Velázquez también señala un rojo en su paleta de un tono similar al de la jarra. 

La aparente instantánea comienza a sugerir algo más significativo: una meditación sobre la inevitable evaporación del mundo material. En sus cuarenta años de servicio en la corte, Velázquez había sido testigo del gradual desvanecimiento del imperio de Felipe V. El búcaro soluble era un símbolo práctico del menguante poder imperial. Detrás de su sólido color rojo, ofrecía peligrosas y ocultas amenazas físicas, psicológicas y espirituales a quienes lo utilizaban. Era como el Imperio que se desmoronaba.

Temas

Tenebrismo

Fue Caravaggio (1571-1610) quien introdujo la técnica pictórica barroca del claroscuro, también conocida como tenebrismo. Esto se componía del uso de diferencias dramáticas entre la luz y la oscuridad en los lienzos. Ayudó a aislar ciertas figuras, como la princesa Margarita en Las Meninas, y a centrar dramáticamente la atención del espectador en su forma blanca. 

Para apreciar el juego tenebrista de luces y sombras en Velásquez es recomendable observar sus pinturas desde lejos, ya que de cerca los fondos parecen borrosos. Desde un paso atrás, las figuras más brillantes del primer plano destacan sobre el fondo más oscuro.

Alla prima

Velázquez pintaba de manera veloz. El retrato de Inocencio X, por ejemplo, fue pintado de una sola vez. Esta rapidez de representación puede deberse en parte a su técnica alla prima (primer intento), que, en lugar de pintar en varias capas secas, trazaba capas húmedas sobre húmedas. Esta técnica rápida exige que el pintor simplifique y resuma, lo que parece ser el modo de trabajar de Velázquez. Esto puede explicar su evolución como pintor porque la técnica alla prima obliga al artista, en lugar de repetir errores en un mismo lienzo, a empezar uno nuevo con las lecciones aprendidas del anterior.

Arte barroco

El diseño predominante del arte y la arquitectura del siglo XVII se denominó Barroco, posiblemente del latín baroco, que describía cualquier cosa que pareciera absurdamente compleja. La tendencia comenzó en el XVI, en Italia, y se extendió al resto de Europa. 

La arquitectura barroca fue utilizada como signo de poder por las monarquías absolutas. Los Estados centralizados construyeron palacios monumentales en una demostración de poder, ejemplificado en el Palacio Real y los jardines de Versailles, ubicado lejos de la capital parisina, lo que obligó al cuerpo político a viajar para cortejar al Rey en su magnífica residencia. 

El Palacio Real de Madrid es otro ejemplo. En 1561 Felipe II estableció su capital en Madrid y renovó el Palacio en estilo barroco, con nuevas incorporaciones. Felipe III y Felipe IV añadieron una larga fachada sur entre 1610 y 1636.

El surgimiento de una poderosa clase media que patrocinaba a los artistas también promovió un gusto por el realismo, que se vio tanto en Velázquez como en los pintores franceses y holandeses.

La Contrarreforma

La Iglesia Católica fomentó el arte barroco como parte de su campaña de Contrarreforma, iniciada en el Concilio de Trento (1545-1563). A finales del siglo XVI el refinado estilo manierista en el arte se consideró inadecuado para la nueva era de propaganda de la Iglesia que pretendía estimular la fe religiosa. Para ello la Iglesia adoptó un programa artístico basado en el atractivo emocional y sensorial. El estilo barroco, tanto sensual como espiritual, se ajustaba a este objetivo. El naturalismo del movimiento artístico, combinado con su representación dramática, pretendían estimular la piedad ante el esplendor de las imágenes divinas del barroco. Este efecto se hizo especialmente evidente en los techos de las iglesias, en los que se representaban coloridas vistas del más allá, dirigiendo los pensamientos de los fieles al cielo.


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