El nacimiento de la filosofía por Giorgio Colli


Resumen de Francesc Ruscalleda

0. La época de los sabios

1. La locura es la fuente de la sabiduría

2. La señora del laberinto

3. El dios de la adivinación

4. El desafío del enigma

5. El “pathos” de lo oculto

6. Misticismo y dialéctica

7. La razón destructiva

8. Agonismo y retórica

9. Filosofía como literatura

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0. La época de los sabios.

Platón llama “filosofía” - amor la sabiduría - a su investigación, a su actividad educativa, ligada a una expresión escrita: la forma literaria del diálogo. Y contempla con veneración el pasado, un mundo en que habían existido de verdad los “sabios”. Nuestra filosofía no es otra cosa que una continuación, un desarrollo de la forma literaria introducida por Platón. Surge como un fenómeno de decadencia, ya que el ‘amor a la sabiduría’ es inferior a la ‘sabiduría’, pues ‘filosofía’ no significaba - para Platón - aspiración a algo nunca alcanzado, sino tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y vivido. El conocimiento del hombre, su destino, el valor máximo de la vida, pertenecía a la sabiduría. El culto a Apolo es la celebración de ese conocimiento.

1. La locura es la fuente de la sabiduría

En el origen de la sabiduría se encuentran los mismos dioses que en el nacimiento de la tragedia: Dionisos y Apolo. Y en esta esfera debemos conceder la primacía a Apolo. En Delfos se manifiesta la inclinación de los griegos al conocimiento. Para aquella civilización arcaica la sabiduría consistía sobre todo en el conocimiento del futuro. En todo el territorio helénico hubo santuarios destinados a la adivinación. Su aspecto comunicativo se produce mediante la palabra del dios, el oráculo. La forma en que se presentan las palabras revela que se trata de palabras divinas. Así es el oráculo: la ambigüedad, la oscuridad, la alusividad difícil de descifrar, la incertidumbre. Hay un ingrediente de perversidad en la imagen de Apolo que se refleja en la comunicación de la sabiduría. Heráclito, uno de los sabios, afirma: “El señor a quien pertenece el oráculo que está en Delfos no afirma ni oculta, sino que indica”. Apolo es quien habla a través de la sacerdotisa, no Dionisos.

A Pitágoras se le llamaba, en Crotona, Apolo Hiperbóreo, atribuyendo el origen de Apolo a los chamanes del norte asiático. De ahí proviene la faceta mística de Apolo que se manifiesta en las palabras delirantes del oráculo délfico. Platón en el Fedro contrapone la locura al control de sí, exaltando las palabras de la profetisa de Delfos y de las sacerdotisas de Dodona, llegando a distinguir cuatro clases de locura: la profética, la mistérica, la poética y la erótica.

Más adelante seguiremos las formas según las cuales las palabras de la adivinación en la Grecia antigua se acoplan en discursos, se desarrollan en discusiones, se elaboran en la abstracción de la razón para entender esos aspectos de la figura de Apolo.

2. La señora del laberinto

Pero hay algo que precede incluso a la locura: el mito, que nos remite a un origen más remoto. El origen del culto a Dionisos hay que buscarlo en la mitad del II milenio antes de Cristo en Creta. El propio dios dio sepultura a Ariadna (la señora del laberinto) en Argos cuando ésta murió (Pausanias). Igualmente antiguo es el Laberinto, cuyo arquetipo puede ser egipcio, pero cuya importancia simbólica es típicamente griega. Platón en el Eutidemo usa la expresión “arrojados dentro de un laberinto” a propósito de una complejidad dialéctica y racional inextricable. El conflicto hombre-dios, que en su aspecto visual aparece representado simbólicamente por el Laberinto, en su transposición interior y abstracta encuentra su símbolo en el enigma. Del mismo modo que Apolo atrae al hombre a la red lisonjera del enigma, Dionisos lo seduce – en un juego embriagador – hasta los meandros del Laberinto, que por otra parte es emblema del ‘logos’. En ambos casos el juego se transforma en un desafío trágico, en un peligro mortal del que sólo pueden salvarse, pero sin jactancia, el sabio y el héroe.

Con el paso de los siglos la figura de Dionisos se suaviza, encuentra también una expresión en la emoción y en la efusión mística, en la música y en la poesía. Orfeo es su cantor y en las tablillas funerarias encontramos un diálogo entre el iniciado y el iniciador a los misterios: en la progresión de ese diálogo se proyecta el reflejo de la conquista de la visión suprema. También hay un elemento lúdico en el modo de manifestarse a los hombres de Apolo, en las expresiones del arte y de la sabiduría, pero el juego apolíneo incumbe al intelecto, a la palabra, al signo. En cambio, en Dionisos el juego es inmediatez, espontaneidad animal que consiste en abandonarse al azar. La dilaceración de Orfeo alude a esa duplicidad interior del alma del poeta, del sabio, poseída y desgarrada por los dos dioses.

3. El dios de la adivinación

La palabra es el conducto entre el mundo de los dioses y el de los hombres. Proviene de la exaltación y de la locura; se proyecta a nuestro mundo ilusorio y aporta la acción múltiple de Apolo; por un lado como palabra profética, con la carga de hostilidad de una dura predicción, de un conocimiento del escabroso destino; y por otro lado, como manifestación y transfiguración jovial que se impone a las imágenes mundanales y las entrelaza en la magia del arte. El arco simboliza su acción hostil, la lira su acción benévola. Heráclito utiliza estos símbolos para interpretar la naturaleza de las cosas. Los sabios comentan la fractura metafísica en que se basa el mito griego: nuestro mundo es la apariencia de un mundo oculto, del mundo en que viven los dioses.

Platón, en el Timeo, establece una distinción esencial entre el hombre exaltado, delirante, llamado ‘adivino’, y el ‘profeta’, el intérprete que juzga, reflexiona, razona, resuelve los enigmas, da un sentido a las visiones del adivino. La palabra, al manifestarse como enigmática, revela su procedencia de un mundo desconocido. Esa ambigüedad es una alusión a la fractura metafísica, manifiesta la heterogeneidad entre la sabiduría divina y su expresión en palabras. Según Empédocles, Apolo es interioridad inexpresable y oculta, “corazón sagrado e inefable”; es decir, la divinidad en su distanciamiento metafísico, y al mismo tiempo es actividad dominadora y terrible en el mundo humano.

El futuro es previsible porque es el reflejo, la expresión, la manifestación de una realidad divina que, independientemente de cualquier época, lleva en sí su germen. La esfera de la locura que corresponde a Apolo no es la esfera de la necesidad, sino más bien del arbitrio, del juego, la alternativa de una acción hostil y una benévola. Sin embargo su manifestación en la esfera humana, ‘nada en exceso’, ‘conócete a ti mismo’, suena como una norma imperiosa de moderación.

4. El desafío del enigma

Mediante el oráculo, Apolo impone al hombre moderación, mientras que él, por su parte, es inmoderado, se manifiesta con un ‘pathos’ incontrolado: con esto el dios desafía al hombre, le provoca, lo instiga a desobedecerle. Convierte la palabra del oráculo en un enigma. La pavorosa oscuridad de la respuesta indica la diferencia entre mundo humano y mundo divino. Para los griegos la formulación de un enigma va acompañada de una carga extrema de hostilidad.

La conexión entre adivinación y enigma es primigenia, pero desde época antiquísima el enigma tiende a separarse de la adivinación. El ejemplo más célebre lo proporciona el mito tebano de la Esfinge: la Esfinge impone a los tebanos el desafío mortal del dios, formula el enigma sobre las tres edades del hombre. Sólo quien resuelve el enigma puede salvar a la ciudad y a sí mismo: el conocimiento es la última instancia sobre la cual se libra la lucha suprema del hombre. El arma decisiva es la sabiduría. Y la lucha es mortal: quien no resuelve el enigma es devorado o degollado por la esfinge, quien lo resuelve – sólo a Edipo correspondió la victoria – hace precipitarse a la Esfinge en el abismo.

De los siglos VII y VI a.C. disponemos de formulaciones de enigmas mucho más humanizadas, a partir de Homero y Hesíodo. Después de Heráclito, en cuyo pensamiento el enigma es algo central, los sabios pasan a centrar su atención en las consecuencias del enigma y no en el enigma mismo, pero su fondo religioso subsiste en la tragedia y en la comedia. En su formulación se presupone una condición mística; es la manifestación en las palabras, de lo divino, de lo oculto, de una interioridad inefable. Incluso en diversos pasajes de Platón se pone en conexión el enigma con la esfera mística y mistérica; y quien cae en la trampa del enigma está destinado a la perdición.

Finalmente Aristóteles caracteriza el enigma como ‘decir cosas reales juntando cosas imposibles’, lo cual significa que el enigma designa algo real a partir de una contradicción, usando metáforas. El enigma ha quedado así ya vacío del ‘pathos’ originario.

Pero... ¿qué ocurre, durante el período más humanizado del enigma, entre los sabios? Dos adivinos, Calcante y Mopso, luchan entre sí por un enigma: ya no interviene el dios, queda el fondo religioso, pero interviene un elemento nuevo, el agonismo, que en este caso es una lucha por la vida y por la muerte. Un paso más y cae el fondo religioso, y ocupa el primer plano el agonismo, la lucha de dos hombres por el conocimiento: ya no son adivinos, son sabios o combaten por conquistar el título de sabio.

5. El “pathos” de lo oculto

En este capítulo Colli construye una conceptuación del alma humana a partir de fragmentos conocidos de Heráclito, algunos de ellos relacionados implícitamente con el relato de la muerte de Homero. El relato original es el documento fundamental sobre la conexión entre sabiduría y enigma. El texto es reproducido por Aristóteles: “…Homero interrogó al oráculo para saber quienes eran sus padres y cuál su patria; y el dios respondió así: ‘La isla de Ios es patria de tu madre, y te acogerá cuando mueras; pero tú guardate del enigma de los hombres jóvenes’. No mucho después Homero llegó a Ios. Allí, sentado en un escollo vio a unos pescadores que se acercaban a la playa y les preguntó si tenían algo. Estos, como no habían pescado nada pero, ante la falta de pesca se dedicaban a despiojarse, dijeron: ‘Lo que hemos cogido lo hemos dejado; lo que no hemos cogido lo traemos’, aludiendo con un enigma a su faena con los piojos. Homero, al ser incapaz de resolver el enigma, murió de aflicción”.

Homero era un sabio y lo que Heráclito considera digno de mención no es el triste fin de Homero, sino el hecho de que un presunto sabio se haya dejado engañar. Así el enigma se define como un intento de engañar; y el sabio derrotado en un desafío a la inteligencia deja de ser sabio, puesto que sabio es aquel que no se deja engañar. Pero Heráclito va mucho más allá y plantea un nuevo enigma. Para interpretarlo hay que tener presentes los pasajes que niegan cualquier clase de realidad externa a los objetos del mundo sensible. La primera parte de la formulación del enigma, en su ampliación universal, rezaría así: “Las cosas manifiestas que hemos cogido, las dejamos”, que se interpreta como que aprehendemos las cosas sensibles y después las dejamos caer, porque cuando las fijamos también las falsificamos. Y la segunda parte del enigma, en la transposición de Heráclito, aplicando una antítesis paralela a la del episodio de Homero: “Las cosas ocultas que no hemos visto ni cogido, las traemos”. Por una parte se trata de lo que llamamos el “pathos” de lo oculto, la tendencia a considerar el fundamento último del mundo como algo escondido; y por otra parte de la reivindicación mística de la preeminencia de la interioridad sobre la ilusoria corporeidad del mundo exterior. Y ahora vislumbramos en la interioridad del alma una posible solución al enigma de Heráclito. Efectivamente el alma, lo oculto, la unidad, la sabiduría, son lo que no vemos ni cogemos, pero llevamos permanentemente dentro de nosotros, más aún: al manifestarse ‘se acrecienta a sí misma’. Heráclito no sólo utiliza la formulación antitética en la mayoría de sus fragmentos, sino que sostiene que el propio mundo que nos rodea no es sino un tejido – ilusorio – de contrarios.

6. Misticismo y dialéctica

Si el origen de la sabiduría griega está en la ‘manía’, en la exaltación pítica, en una experiencia mística y mistérica ¿cómo se explica entonces el paso de este fondo religioso a la elaboración de un pensamiento abstracto, racional, discursivo? En la fase madura de aquella era de los sabios encontramos una razón formada, articulada, una lógica no elemental, un desarrollo teórico de alto nivel. Bien, pues lo que hizo posible todo eso fue la dialéctica, entendida en su sentido originario propio, ésto es, el arte de la discusión entre dos o más personas vivas, no creadas por una invención literaria. Aristóteles clarificó todo este material y erigió su teoría general de la deducción dialéctica. La famosa tabla de las categorías aristotélicas es un fruto final de la dialéctica, pero el uso de dichas categorías estaba vivo entre los sabios, y puede documentarse.

La dialéctica nace en el terreno del agonismo. Un hombre desafía a otro hombre a que le responda con relación a un contenido cognoscitivo cualquiera: discutiendo sobre esa respuesta se verá cuál de los dos hombres posee un conocimiento más fuerte. Para alcanzar la victoria hay que desarrollar la demostración, que se articula a través de una serie larga y compleja de preguntas, cuyas respuestas constituyen los eslabones particulares de la demostración. No es necesario que el interrogado se dé cuenta de que la serie de sus respuestas constituye una conexión demostrativa. Al contrario, el interrogador intenta impedir que quede claro el propósito de su argumentación. La victoria del interrogador es consecuencia de la propia discusión, ya que es el interrogado quien afirma la tesis y después la refuta. En cambio se produce la victoria del interrogado cuando consigue impedir la refutación de la tesis.

Hemos visto que el enigma, al humanizarse, reviste una figura agonística y, por otra parte, la dialéctica surge del agonismo. Examinando los testimonios más antiguos y comparando la terminología utilizada en los dos casos hay razones para suponer que el enigma aparece como el fondo tenebroso, la matriz de la dialéctica: el enigma es la intrusión de la actividad hostil del dios en la esfera humana, su desafío, de igual modo que la pregunta inicial del interrogador es la apertura del desafío dialéctico, ambos designados etimológicamente con el término ‘próblema’.

De igual forma que la formulación del enigma en la mayoría de los casos es contradictoria, la formulación de la pregunta dialéctica propone explícitamente las dos opciones de una contradicción, la tesis y su antítesis. El interrogador, al formular las preguntas y guiar la discusión con sus trampas fatales para el adversario, encarna el carácter de Apolo como dios “que hiere de lejos”, cuya acción hostil es diferida. En la esfera dialéctica sigue habiendo un fondo religioso: la crueldad directa de la Esfinge se convierte en este caso en crueldad mediata, disfrazada, disimulada, pero en este sentido más apolínea incluso. No podemos estar seguros de que en la dialéctica el riesgo sea mortal, como le ocurrió a Homero. Para un antiguo la humillación de la derrota era intolerable. Y quizás Parménides, Zenón, Gorgias no resultaron vencidos nunca en una discusión pública, en una auténtica lucha.

7. La razón destructiva

Muchas generaciones de dialécticos elaboraron en Grecia un sistema de la razón, del “logos”, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral. Pero ¿es realmente un edificio útil ese sistema así elaborado? Es decir, además de estar constituido por el análisis de las categorías abstractas y por el desarrollo de una lógica deductiva, es decir, por la formación de los conceptos más universales a que pueda llegar la capacidad abstractiva del hombre, y por la determinación de las normas reguladoras de los razonamientos humanos, ¿ofrece algo constructivo, unas proposiciones concretas que puedan imponerse a todos? Ya hemos visto que para el dialéctico perfecto, la tesis adoptada por el interrogado es indiferente, la refutación se seguirá inexorablemente. Si la victoria sonríe al interrogado debe atribuirse a una imperfección dialéctica del interrogador.

Las consecuencias de este mecanismo son devastadoras. Cualquier juicio, en cuya verdad crea el hombre, puede refutarse, puesto que toda la dialéctica considera que si una proposición se demuestra verdadera, entonces la proposición que la contradice es falsa, y viceversa; así que, en el caso en que primero se demuestre como verdadera la proposición que la contradice, resultará que ambas proposiciones son verdaderas y falsas al mismo tiempo, lo que es imposible. Eso significa que ni una ni otra proposición indican algo real, ni siquiera un objeto pensable. Cualquier ciencia estará expuesta a la destrucción.

Con Parménides la dialéctica había alcanzado este grado de madurez. Su carácter destructivo había sido consecuencia de un exceso de agonismo exclusivamente humano. Heráclito había resuelto positivamente la tensión entre mundo divino y mundo humano: sus palabras lapidarias habían manifestado mediante enigmas la oculta e inefable naturaleza divina. Parménides ya se encuentra implicado en el torbellino dialéctico. Los términos de su discurso son tomados de la cumbre de la abstracción: el ser y el no ser, lo necesario y lo posible. Impone su ley de modo que salvaguarde el fondo divino del que procedemos. A la alternativa ‘ser o no ser’ Parménides ordena responder ‘ser’. El ser es la palabra que salvaguarda la naturaleza metafísica del mundo, que la traduce en la esfera humana, que manifiesta lo que está oculto. Y la diosa que preside esta manifestación es precisamente “Aletheia”, la que ‘no está oculta’.

La dialéctica sirve al gran discípulo de Parménides, Zenón de Elea, para defender a su maestro de los ataques de los adversarios de su monismo. Sin embargo la actitud de Zenón es de desobediencia, y sigue el camino destructivo del “no ser” hasta sus consecuencias extremas. Podemos suponer que las generaciones anteriores habían realizado una obra de demolición ligada a la contingencia de interlocutores dialécticos individuales y de problemas teóricos particulares, probablemente vinculados a la esfera práctica y política. Zenón generalizó esta investigación, la amplió a todos los objetos sensibles y abstractos. De este modo la dialéctica dejó de ser una técnica agonística para convertirse en una teoría general del “logos”.

La destructividad dialéctica sólo con Zenón alcanza ese grado de abstracción y de universalidad que la transforma en nihilismo teórico, frente al cual cualquier creencia, convicción, racionalidad constructiva, proposición científica, resulta ilusoria e inconsistente. Esquemáticamente su método consiste en probar que cualquier objeto sensible o abstracto que se exprese en un juicio, existe y no existe a un tiempo, y además se demuestra que es posible y al mismo tiempo imposible. El resultado, obtenido en todos los casos mediante una rigurosa argumentación, constituye en su conjunto la destrucción de la realidad de cualquier objeto, e incluso de su carácter pensable.

De este modo intentó mostrar el carácter ilusorio del mundo que nos rodea, imponer a los hombres una nueva mirada sobre las cosas que nos ofrecen los sentidos, haciendo comprender que el mundo sensible, nuestra vida en definitiva, es una simple apariencia, un puro reflejo del mundo de los dioses.

8. Agonismo y retórica

Después de Parménides y de Zenón la era de los sabios fue declinando. Aquí hay que recordar a Gorgias, quien teóricamente supera incluso a Zenón si consideramos los detalles. Sostiene tres puntos fundamentales: “El primero que nada existe; el segundo, que aunque algo exista, es incognoscible; y el tercero, que aunque sea cognoscible no se puede comunicar ni explicar a los demás”. Esta formulación parece poner en duda incluso la naturaleza divina, y en cualquier caso la aísla totalmente de la esfera humana. Gorgias es el sabio que declara acabada la era de los sabios, de aquellos que habían puesto en comunicación a los dioses con los hombres.

La aparición de Gorgias acompaña un profundo cambio en las condiciones externas, objetivas del pensamiento griego, que se produjo con la centralización de la cultura en Atenas a partir de la mitad del siglo V a.C. En la confluencia ateniense la atmósfera refinada y reservada a los diálogos eleáticos quedó substituida por el marco de intercambios dialécticos más ruidosos y frecuentados. El lenguaje dialéctico entra en el ámbito público, se usa fuera de la discusión: los oyentes no son escogidos, no se conocen entre sí, y la palabra va dirigida a profanos que no discuten, sino que se limitan a escuchar.

La retórica había nacido con la vulgarización del primitivo lenguaje dialéctico, dentro de una esfera diferente y para fines distintos. Como técnica constituida sobre principios y reglas, se injerta directamente en el tronco de la dialéctica. Ya no hay una colectividad que discute, sino uno sólo que se adelanta a hablar. La retórica es igualmente agonística, pero de forma indirecta, pues son los oyentes quienes deberán jugar a los oradores comparándolos. Mientras que en la discusión el interrogador combate para subyugar al interrogado, para ceñirlo con los lazos de su argumentación, en el discurso retórico el orador lucha por subyugar a la masa de sus oyentes mediante la persuasión. Si en la dialéctica se lucha por la sabiduría, en la retórica se lucha por una sabiduría dirigida al poder. Lo que hay que dominar, excitar o aplacar, son las emociones de los hombres, sus intereses políticos. No es casualidad que Gorgias, el paladín de la dialéctica, fuera al mismo tiempo uno de los grandes artífices del arte retórico, con sus demostraciones indirectas por reducción al absurdo, sus preferidas debido a su efecto más persuasivo.

Un elemento esencial de la transformación del lenguaje dialéctico en público es la escritura, que en su uso literario se difunde después de la mitad del S. VI, y permanece ante todo vinculada a la vida colectiva de la ciudad, en las formas y en los contenidos. Y la retórica nació como palabra viva creativa, comparable a la escultura. Su esencia radica en la recitación de viva voz, los oradores escribían sus discursos, y una vez transformados en expresión plástica los aprendían de memoria. Una vez trabajada la oratoria los recitaban sin atreverse a improvisar. Este carácter excepcional de la retórica influyó en la aparición de un nuevo género literario: la filosofía.

9. Filosofía como literatura

Con aquellos discursos públicos se puso en marcha una falsificación radical, ya que lo que no puede separarse de la interioridad de los sujetos que lo han constituido, se transformó en espectáculo para una colectividad. En el escrito se pierden las vicisitudes del espíritu que sólo se captan con la participación en ellas, en una mezcolanza que no se puede dividir. La interioridad se pierde.

En Gorgias la dialéctica, al menos parcialmente, da señales de convertirse en literatura. Pero sólo con Platón se declara el fenómeno abiertamente. Platón inventó el diálogo como literatura, como un tipo particular de dialéctica y de retórica escritas, que presenta en un cuadro narrativo los contenidos de discusiones imaginarias a un público indiferenciado. Después de Platón esta forma escrita iba a seguir vigente y, aunque el género del diálogo iba a transformarse en el género del tratado, en cualquier caso iba a seguir llamándose ‘filosofía’ a la exposición escrita de temas abstractos y racionales, e incluso ampliados, después de la confluencia con la retórica, a contenidos morales y políticos.

La ‘filosofía’ surge de una disposición retórica acompañada de un adiestramiento dialéctico, de un estímulo agonístico incierto sobre la dirección que tomar, de la aparición de la primera fractura interior del hombre de pensamiento, en que se insinúa la ambición veleidosa del poder mundano, y por último, de un talento artístico de alto nivel, que se descarga desviándose, tumultuoso y arrogante, hacia la invención de un nuevo género literario. La emocionalidad, dialéctica y retórica a un tiempo, que todavía vibra en Platón, estaba destinada a agotarse en un breve periodo de tiempo, a sedimentarse y cristalizarse en el espíritu sistemático.


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